miércoles, 12 de marzo de 2008

Juan José Parada tenía sólo seis años, pero recuerda perfectamente el día en que su familia estalló en mil pedazos y su vida quedó marcada por el miedo y la tenebrosa cercanía de la muerte.
"Fue en la casa de mi tía, en Eliodoro Yáñez con Llewellyn Jones. Estaba jugando a la pelota con un primo, en la calle, cuando nos juntaron en una pieza a los cuatro hermanos y la Estela nos dio la noticia de que habían asesinado a mi viejo. No me acuerdo exactamente las palabras que usó, pero sí recuerdo el grito de mi hermana Javiera, y que alguien decía traigan agua, traigan agua ", relata.
Hoy tiene 26 años. Estudió cine en la Universidad Arcis y se acaba de casar. No milita en ningún partido político, pero participa activamente en organizaciones de defensa de los derechos humanos, y las huellas del crimen de su padre aún están latentes en él: "Todavía les tengo miedo a los pacos, hasta el día de hoy", dice. "Y no creo que alguna vez se me pase: es una cuestión física. Varias veces me han parado en la calle, para un control o algo así, y me da mucho susto; comienzo a temblar, me tiritan las manos. Y, claro, eso hace que ellos sospechen y me revisen entero, me imagino que piensan que quizás con qué cosa ando encima. Me pasa siempre y creo que no se me va a quitar nunca, aunque supongo que es algo normal". Con el mismo tono de nerviosa crudeza, relata el momento en que, siendo aún un niño, conoció el significado de la palabra degollado: "Yo no sabía lo que era eso, a los seis años uno no sabe esas cosas. Veía esa palabra en los diarios, la escuchaba en las noticias, pero no me atrevía a preguntar qué significaba. Vine a saberlo recién como un año después y recuerdo perfectamente el impacto que me causó, lo violento que fue asumir que a mi papá le habían cortado el cuello".
-¿Tienes muchos recuerdos de aquella época?
-Recuerdo que él era un padre bien presente, nos quería harto. Más allá del entorno, que era bien complicado, mis imágenes son de un hogar bonito, de felicidad y de buena onda. Obviamente, todo eso se acabó el día que lo secuestraron. De ahí en adelante borré un montón de cosas.
-¿Alguna vez pediste explicaciones?
-Durante mucho tiempo tuve miedo de hablar de mi papá. Miedo de recordar lo que había pasado, porque sabía cuánto había sufrido mi mamá y no me atrevía a preguntar. Y no lo hice, no lo hablé con nadie durante mucho tiempo. Recuerdo haberme tragado muchas dudas sólo para no causar un problema o una preocupación más.
-¿Pudiste liberarte de eso?
-Para mí, el momento catártico fue el fallo del ministro Juica: yo tenía catorce o quince años y recién ahí pude conversar, preguntar, resolver algunas inquietudes y tratar de armar una figura de quién era mi padre. De ahí para adelante todo ha sido más fácil. Además, ya tenía la seguridad de que, al menos, los asesinos directos de mi viejo estaban presos.
-¿Eso te dio tranquilidad?
-Sí, en cierto sentido. Durante todos los años que esperamos el fallo, siempre pensé que iba a servir para aliviar el dolor, pero no fue así: el llanto, la pena, la tristeza, no se borran. Que los culpables estén detenidos no va a devolverme a mi papá, y esos años oscuros que pasamos después que lo mataran tampoco se van a borrar. Es imposible.
-¿Te sientes marcado por lo que sucedió?
-Sí, porque si mi papá estuviera vivo, yo no sería el Juanjo que soy ahora. Pero me gusta ser así. Me encantaría tenerlo, o saber cómo sería tenerlo, pero no me gustaría ser otro. La vida se me dio así, y ésa es una de las diferencias que tengo con él o con la Estela: ellos tomaron una opción, y sabían que existía la posibilidad de que los tomaran presos, los exiliaran o los asesinaran. Pero yo nací en un mundo en el cual eso estaba pasando. No lo pude elegir. Yo podría haber querido ser de derecha y apoyar al régimen, pero lo que me pasó me habría pasado igual. Y eso no es culpa de los que degollaron a mi viejo ni de los que decidieron hacerlo: eso es responsabilidad de un país que, más allá de que hoy todos rechacen lo que sucedió y se digan horrorizados, dejó que eso pasara.

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